«Los chicos están bien». Edición y selección de Manuel Vilas»

Manuel Vilas ha confeccionado un hermoso muestrario de la poesía última española en su edición olifántica (¡cómo ponderar el trabajo de Trinidad Ruiz Marcellán en favor de tan anoréxico género!), cuyo propósito primero y último es que conviva con ella la aragonesa. Ha hecho bien porque está bien que así sea, porque, con más mérito del reconocido, la poesía aragonesa (aunque sea ésta una rúbrica que a Vilas no le gusta) ha dado unos cuantos aldabonazos sonoros durante los últimos treinta años y sigue llamando a picaportazo limpio en las puertas del presente y del porvenir. Esto debe decirse, y más cuando nos envuelve un desierto plano sin farallones donde reproducir el eco de su desenvoltura y de su ya, sí, cualitativo empaque. Será sin duda una edición referencial cuando queramos más adelante recabar datos catalográficos. Debo decir, además, que, pese a quien pese, es ésta una muestra que añade cierta heterodoxia a la selección y que la diferenciaría de cuantas antologías hechas bajo el esquema de minuto y resultado proliferan inducidas por intereses editoriales y mediáticos ―tanto da― (incluso políticos, me atrevo a decir). Que la poesía era el género literario más descentralizado fue axioma hasta más o menos la mitad de los ochenta; hoy no podemos decir lo mismo; hoy la poesía sufre el mismo impertinente centralismo o bipolaridad que otros géneros o actividades artísticas, y ello es consecuencia de un diseño político e intelectual que, salvo excepciones más que raras, ha instaurado una cultura normalizada pareja a una sociedad normalizada bajo el signo de una política normalizada. Hoy, el origen, la naturaleza accidental del artista, del escritor, constituye un estigma antecedente que se antepone al espíritu esencial de su potencial valor. Esto no ocurre en ningún país de nuestro entorno cultural, pero en España resulta ser un hecho asociado paralelamente al peso político y económico que, en el conjunto nacional, tiene cada uno de sus territorios. En ello ha tenido mucho que ver esa corriente subterránea que el propio Vilas cita de soslayo adjetival: El postmodernismo, término anómalo donde los haya, pero al que debemos acudir para entendernos. El Postmodernismo ha construido una cultura política y ha querido apropiarse de ciertos principios estéticos invadiéndolos de pura economía de consumo y de insolidaridad. Por eso habría que poner mucho cuidado en adjetivar apresuradamente como postmoderna la última poesía de nuestro país (en todo caso, un mucho de esta índole la ha puesto en su sitio Alfredo Saldaña con encomiable inteligencia y penetración crítica). Poetas postmodernos los hay, claro que los hay. Los conocemos y sabemos que colaboran en ese diseño de una cultura política y, lo que es más grave, en el diseño de una política cultural. Ocupan puestos de poder editorial, académico y mediático y constituyen un tamiz no muy alejado de la tradicional censura. Todavía es peor que otros poetas se hayan enganchado a AVE semejante sirviendo a tales intereses desempeñando el papel de azafatos. Una actitud, por otra parte y, una vez más, cutre y provinciana dentro del contexto europeo. España, a este respecto y con todo su postmodernismo a cuestas (poco madurado, no obstante), is also different. Pero ni toda la poesía española última, ni todos los poetas españoles últimos son postmodernos. Lo que otorga valor al epíteto “aragonesa” (¡oh! cacofónico gentilicio) de la poesía última es haber sabido (consciente e inconscientemente) sustraerse a la seducción del exilio y haber sabido convivir sin beligerantes espantadas con generaciones precedentes aunque coetáneas. La edición de Manuel Vilas lo pone bien a las claras porque ha sabido escoger unos cuantos nombres que responden a esta resistencia confraternizadora: Algora, Gómez Milián, Gracia, Jiménez, Mayor y Sopeña visten los alamares de matadores valientes que han aguantado los tornillazos que les lanzaban los mansos marrajos. Dicho de otro modo: Han sorteado a la defensa, han roto la cintura del central y le han colado el gol por la mismísima escuadra a Iríbar, a Ramallets y a Casillas sin que pudieran hacer nada por evitarlo: Imparables.

Pero hay otro asunto: La realidad. Muy esquemáticamente, podemos decir que, desde posiciones críticas, ha ido incluyéndose en ese sustantivo a cuantos poetas han surgido tras la línea fronteriza marcada por los “novísimos” + la “Generación del lenguaje”. Hubo, sí, un empeño crítico por aislar a estos dos grupos afines de sus antecedentes “sociales” y de sus consecuentes “experienciales” (Robert Langbaum) para apresurarse a evidenciar la presencia de otras hornadas poéticas posteriores y, aplicando casi al pie de la letra la cronología generacional orteguiana, satisfacer la demanda editorial y darle caña al mono del antólogo: García Martín hasta el agotamiento, Antonio Ortega, De Villena, Barnatán, Munárriz… han ido suministrando nombres hasta parecer la “Jaula de los ‘Orates en el Infierno’” de las quevedescas Zahúrdas de Plutón (“…hasta cien mil dellos”, dice ahí don Francisco). Algunos de esos inagotables nombres (García Casado, Oliván, Piquero, Rodríguez Marcos) están recogidos en esta edición, pero he de brindar por Vilas porque, en efecto, la razón de su buen gusto le ha hecho elegir a unos de los mejores. Ha incluido también a una chica jovencísima y buenísima ―Elena Medel―, que narra hermosos cuentos en verso (o en prosa arrítmica, que está muy bien), y ha confeccionado, por fin, un mosaico más que representativo de la mejor poesía última española de la que ―dicen― se enraíza en la realidad. Los chicos están bien recoge diversas perspectivas estilísticas, que es, en definitiva, lo que singulariza a un autor; de ello podría hablarse, de los estilos, del tratamiento de los asuntos, de la especulación y resolución de los conflictos sustanciados en un texto formalmente poético. Sin embargo, la estética (donde entraría de lleno esa Summa Realitas) es un código de base filosófica de cuya disciplina (se me permitirá decirlo) está aún muy alejada la inmensa mayoría de los poetas “últimos” españoles. Una de las deficiencias (si es que lo es, y yo creo que lo es) manifiesta de esa mayoría de poetas es precisamente esta sutil ignorancia. Si se asumiera por su parte y con todas las consecuencias la magnífica imagen de Ortega (¡y dale con Ortega! ―el Gasset―) acerca de la ignorancia botánica del manzano (lo que no le impide ofrecer hermosas y sabrosas manzanas), la cosa no tendría mayor importancia; pero no, una parte de ese elenco se empeña en atisbar poéticas de medio pelo con la pretensión de definir una estética personal, concluyéndose por advertir su vacua y egotista intromisión en camisa de once varas. En este sentido, los breves de los libros (solapas, contraportadas y prologuillos) constituyen una fuente variopinta de esas “poéticas” con aspiraciones estéticas, dejando a sus espaldas los fertilizantes hontanares de donde, en realidad, proceden y cuya toponimia literaria ignoran. Insistiré en lo de “una parte”, porque no es así, claro, en todos los casos: Se trata de un análisis general, pero no por ello menos referencial.

Surrealismo, irracionalidad, conceptualismo, narratividad, simbolismo, discursividad, culturalismo, minimalismo…, desde el yo y desde el tú, confluyen en Los chicos están bien a partir de posiciones verselibristes o de bien aprendidas polimetrías modernistas; se trata de cauces estilísticos discurriendo hacia un mismo supuesto mar estético, y, si este mar es la “experiencia de la realidad”, tengo que estar necesariamente de acuerdo porque “realidad” y “experiencia” son todo. Pero desde una posición estética (y más si ésta es la etimológica poïein), no podemos constreñir la realidad dentro de un contexto coetáneo, no podemos acotar un fenómeno de tales características como si nos perteneciera, como si fuera sólo nuestro, por mucho que sostenga nuestra vitalidad literaria. Ninguna disciplina discursiva lo ha hecho jamás, ni lo hará, pues ello significaría abandonar la riqueza exponencial de esa misma realidad y de esa misma experiencia, así que con más razón la poesía debe imperativamente difuminar, borrar los límites de sus nomenclaturas estéticas coyunturales y dejarlas en las manos sépticas del profesional de la exégesis para que elabore sus repertorios, sólo eso (ya aplicará el tiempo su pertinente asepsia). A la poesía le compete antes la epistemología ―a la manera de Bachelard― (la canónica y la apócrifa), y, al poeta, tratar de descifrarla y acaso fijarla.

Welcome The Who; welcome these generations.

~ por forega en diciembre 5, 2009.

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